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"Contorsionista" 1981. plumilla y acrílico/papel. 75 X 55 cm. |
Cuando me enfrentaba al fotorrealismo debía respetar obligatoriamente una serie de pasos previos a la ejecución de la obra; no había fiebre; todo era frío y calculado. Lo primero era seleccionar la foto, que era la idea básica en si misma. Significaba, en otro sentido, el croquis o boceto que a veces, no siempre, tiene que hacer el artista. Después venía el proceso de seleccionar las medidas de la pieza, ya fuera en cartulina o en tela, y, seguidamente, lo que yo llamaba " el dibujo", que consistía en el abigarrado y confuso discurrir de líneas a lápiz por toda la superficie, al trazar con el pantógrafo o el proyector, la ampliación escogida.
Lo que faltaba finalmente era la ejecución de la obra, el llenar de puntos diminutos y sombras tupidas los espacios sugeridos por el puntero del pantógrafo, hasta que, poco a poco, iba tomando forma y vida aquella foto que tuve el atrevimiento de apropiarme. Nunca fui capaz de hacer mis propias fotografías, para después trabajar en ellas, como hicieron otro pintores; me gustaba más jugar con imágenes encontradas al azar y transformarlas.
Quiero que se entienda bien que hacer fotorrealismo no era una panacea; no fue un medio de expresión que me proporcionara disfrute espiritual y expansión. La laboriosa ejecución de cualquiera de aquellos trabajos me dejaba exhausta, pero no feliz. La satisfacción venía después, cuando el resultado de mis esfuerzos tenía aceptación en los salones, repercutía favorablemente en la prensa, le gustaba a los amigos y colegas o a alguien más. Lo que sí tenía era un sentido de la responsabilidad y por eso trabajaba incansablemente. Cuando terminaba cada pieza, la apartaba de mi y la miraba como a algo ajeno.
Por el contrario, al incursionar en la abstracción, todo el proceso fue diferente, desde el comienzo hasta la culminación de la obra. No había distancia alguna entre la idea y el soporte escogido para plasmarla. No tenía que pasar por procesos mecánicos que enfrían el ansia creativa, el ardor de pintar. Podía enfrentarme a una cartulina en blanco con el pincel en la mano y ninguna idea preconcebida, y al instante ya sabía lo que tenía que hacer. Por anticipado tenía la seguridad de que mi alma se alegraría con el fluir, lleno de encanto, que me producía dibujar y pintar, buscando y encontrando dentro de mí.
Ya no dependía de fotos e imágenes ajenas, ni me preocupaba de las posibles averías y limitaciones del proyector y del pantógrafo; y la temática popular y cotidiana ya la había reflejado bastante con el fotorrealismo. ¿Porqué insistir en esos temas cuando la abstracción me facilitaba expresarme de tantas maneras igualmente humanas, aunque no tan obvias y simples? Lo cotidiano y lo popular ya no me motivaban. Tuve un tiempo para todo eso y creo que lo aproveché bien. Yo había cambiado, y lo popular y cotidiano de nuestra realidad tampoco eran ya lo mismo.
La abstracción era evasión; disimular mis sentimientos y opiniones tras una cortina de motivos espirituales e íntimos. Lo dramático y fugaz de un trazo, más la inmediatez y claridad de un título, quizás dejaba adivinar por dónde andaban mis pensamientos. Creo que necesitaba ese refugio donde todo tenía cabida. Podía aventurarme en cualquier dirección a través de la gestualidad y la experimentación espontánea e intuitiva.
Fui pasando poco a poco del fotorrealismo a la abstracción en los 80. Comencé por fragmentar las fotos que escogía y componer nuevas imágenes a partir de los pedazos que mezclaba y que, a menudo, conformaban auténticas abstracciones. Inconscientemente buscaba un modo de cambiar, de renovarme, pero con cuidado, para no provocar una ruptura inconsecuente con mi trabajo anterior. Las fotos que ahora elegía ya no me interesaban tanto por su narrativa, sino por sus contrastes entre luces y sombras, por las texturas que evocaban y los matices armoniosos en los claroscuros y grises. Tomaba las fotos y las cortaba en tiras caprichosas, formando figuras y combinando el ondulado de sus bordes con terminaciones agudas, en pico. Después las pegaba sobre superficies previamente trabajadas como fondos de manchas difuminadas y efectos a lápiz de color, plumilla o pincel seco.
El resultado era una composición totalmente abstracta. De la figuración solo quedaba un recuerdo en los pequeños fragmentos de fotografías del collage. No volví a usar el pantógrafo, ni el proyector. Más adelante, las formas de algunos de aquellos recortes de revistas pegados se convirtieron en plantillas de cartón con las que pintaba sobre la tela, ya sin fotos, ni collages. En este punto mis abstracciones evocaban un poco el arte Kitch y el Pattern Painting, que tanto influyeron en la pintura cubana de los años 80. Fue un momento de experimentación y tránsito hacia otros caminos de mi pintura.
La abstracción fue la respuesta al proceso que se estaba desarrollando dentro de mí. Ell fotorrealismo fue una etapa del camino, no el fin o destino de la búsqueda. Sin dejar de valorar la importancia que tuvo para mi carrera el fotorrealismo, reconozco que no era un recorrido artístico que pudiera mantener más de una década, sin caer en el cansancio y la decadencia. Si miramos la obra de otros pintores de mi generación que incursionaron en el fotorrealismo, como Flavio Garciandía, Rogelio López Marín( Gory ), Eduardo Rubén, Aldo Menéndez, Manuel Alcaide, César Leal y Jesse de los Ríos, entre otros, veremos que para ellos el fotorrealismo también fue una etapa de tránsito que, en los 80, derivó hacia nuevas formas de expresión y tendencias artísticas.
Creo que, para todos nosotros, el fotorrealismo fué un ejercicio conceptual que nos enseñó a reciclar la realidad, a sintetizar y a remarcar el valor de la idea por encima de los elementos formales y académicos tradicionales. Esa experiencia marcó para siempre nuestra forma de enfocar y concebir el trabajo artístico posterior, aunque los resultados distaran mucho, formalmente, del fotorrealismo. Y, de alguna manera, esa lección que aprendimos y que ahora parece tan básica en el arte cubano, pasó a las nuevas generaciones de plásticos, desviando el curso formalista y costumbrista de la pintura cubana hacia la amplia gama de moderna experimentación estética y conceptual que constituye el arte cubano actual.
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"Una situación apretada". Versión óleo/ tela del dibujo del mismo
titulo. 1978. 90 X 120 cm. |
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Sin titulo. 1981. Plumilla y acuarela/papel. 75 X 55 cm. |
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Sin titulo. Serie "Contrapunto". 1981.
Plumilla y acuarela/ papel. 75,5 X 55 cm. |
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Sin titulo. 1980. Óleo/ tela. 100 X 80 cm. |
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"Camilo". 1980. Óleo/ tela. 100 X 120 cm. |
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"Picasso y los toros". 1980. Óleo y estambre/ tela. 60 X 80 cm. |
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Instalación en el Museo Nacional de Bellas Artes. 1986.
Acrílico y plantillas/ tela. |
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S/T. 1986. Lápiz, tinta y collage/ papel. 60 X 75 cm. |
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S/T. 1986. Lápiz, tinta y collage/ papel. 60 X 75 cm. |
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S/T. 1987. Lápiz, tinta y collages/ papel. 70 X 80 cm. |
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S/T. 1986. Lápiz, tinta y collage/ papel. 75 X 60 cm. |
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S/T. Tinta, lápiz, acrílico y collage/ papel. 1987. 75 X 85 cm. |
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S/T. 1986. Lápiz, tinta y collage/ papel. 60 X 75 cm. |
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S/T. 1986. Lápiz, tinta y collage/ papel. 60 X 75 cm. |
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S/T. 1987. Lápiz, tinta y collage/ papel. 70 X 80 cm. |
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S/T. 1987. Tinta, lápiz y collage/ papel.65 X 75 cm. |
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S/T. 1986. Lápiz, tinta y collage/ papel. 60 X 75 cm. |
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S/T. 1987. Lápiz, tinta, acrílico y collage/ papel. 65 X 80 cm. |
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S/T. 1987. Lápiz, tinta, acrílico y collage/ papel. 65 X 75 cm. |